17.5.09

El extraño caso del Señor Susaní (y otros pensadores judíos del Siglo XX)

Única foto que se conserva del enigmático Monsieur Chouchani. Según algunos, uno de los mayores maestros del siglo XX.


El Talmud se inyectó de nuevo en el pensamiento de Occidente en el siglo XX por el camino más insospechado. Un camino que, de alguna manera, aún no ha concluido ni ha terminado de dar sus frutos; no ha pasado el tiempo suficiente. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial un hombre enigmático, que se hacía llamar Monsieur Chouchani y que iba vestido como un vagabundo, apareció en París y por uno u otro camino, acabó convirtiéndose en el maestro de dos de las personalidades del pensamiento judío contemporáneo: Wiesel y Levinas. Hombres en cuyo recuerdo Susaní era, simple y llanamente, uno de los más grandes maestros del Siglo XX.



El primero fue Elie Wiesel. Un día de 1947, mientras viajaba en tren repasando sus notas sobre el Libro de Job para una conferencia de Shabat, Susaní le arrancó el libro de la mano y le preguntó en Yiddish por qué creía que era capaz de hablar de aquel libro en público, cuando en realidad no era capaz de interpretar ni tan siquiera la primera línea. En realidad Wiesel ya le había visto antes, en París, donde unos amigos se lo presentaron como “un sabio”, “un idiota” y un “sabio idiota”. Como entonces, Susaní iba mal vestido, estaba sucio y parecía un pordiosero. Pero con unas pocas preguntas, el mismo Wiesel se dio cuenta de que tenía razón, de que no tenía la menor idea de cómo interpretar el Libro de Job. La cosa no quedó ahí. Susaní acompañó a Wiesel hasta su destino y asistió a su charla, en silencio. Cuando Wiesel terminó, Susaní se puso en pié y empezó a hacer preguntas a los oyentes sobre el Shabat. “¿Qué es el Shabat?”, “¿Por qué se le llama reina?”. Susaní inició entonces una improvisada conferencia en la que, atónitos, todos los espectadores veían como aquel hombre citaba de memoria fragmentos enteros de la Torah, poesía hebrea del Siglo de Oro andalusí y textos de los maestros kabalistas de Safed. Wiesel se convirtió inmediatamente en su discípulo.

El segundo fue Levinas. Para aquel entonces, Levinas ya había sobrevivido a un campo de concentración alemán – como soldado francés prisionero -, había sido capaz de refutar a Martin Heidegger, de quien había sido alumno directo, y era, en definitiva, un hombre con la respetable trayectoria personal y profesional como para dirigir la Alianza Israelita Universal y su Escuela Normal Oriental. Levinas no tenía el más mínimo interés en conocer a aquel Susaní que se comportaba como una especie de Sócrates judío. Por insistencia de un amigo común, accedió finalmente a conocerle en 1947. De acuerdo a una versión apócrifa, Levinas y Susaní se pasaron una noche entera discutiendo y al amanecer Levinas dijo “No tengo ni idea de lo que sabe, pero evidentemente sabe todo lo que yo se”. En los cinco años siguientes, Levinas también se convirtió en su discípulo. Levinas ya había estudiado el Talmud en su infancia, en Lituania. Pero Susaní le ofreció una perspectiva totalmente nueva. Primero le invitó a que dudara de absolutamente todo para luego mostrarle como el Talmud es en realidad el contexto para entender un texto, la Torah. De la misma manera que en toda lectura el contexto es lo que permite alcanzar una visión de conjunto. Años después Levinas publicó varios libros sobre el Talmud, donde pone en evidencia las profundes raíces filosóficas de sus textos y lo vanguardista de sus aproximaciones a la realidad. Lecturas en las que se reconcilia el Talmud con la post-modernidad. Pero en realidad la herencia de Susaní sobre el pensamiento de Levinas se hace patente y permea en buena medida toda su obra desde su primer encuentro. En 1952 Susaní se marchó al recién nacido Estado de Israel. Estuvo allí una temporada, regresó a París y de allí se marchó a Montevideo, en Uruguay, donde murió en 1968. Elie Wiesel pagó su lápida, en la que redactó como epitafio: “El Sabio Rabí Susaní de Bendita Memoria. Su nacimiento y su vida están sellados en el enigma”.



A través de la obra de Enmanuel Levinas (1906-1995) el pensamiento de Chouchaní alcanza la escritura y coloca el Talmud en el centro del pensamiento post-moderno. Foto de Bracha Ettinger.

Todos los que han intentado reconstruir su biografía o desvelar su verdadera identidad se han encontrado con la misma información, y las mismas barreras. Su biografía sólo puede llevarse a cabo como la de un personaje de un Midrash, o la de un maestro jasidista. Uno de aquellos hombres para los que las fronteras no existen y el mundo es una sucesión de ciudades en las que se reúnen hombres para estudiar Torah, que es dialogar y, sobre todo, discutir. Su falso nombre, Mordejai Ben Susán, está sacado del Libro de Esther, lo que puede entenderse como una forma de crear un contexto para dirigir la lectura que Susaní parecía esperar de los demás, hacia sí mismo, y hacia lo que les rodeaba. Hay quien dice que estaba en Marruecos, en los años 20. A Levinas le contó que había perdido prácticamente todo en el Crack del 29 y que por eso no estaba dispuesto a regresar a los Estados Unidos. Se presentó en el Kibbutz Be'erot Yitzhak, en Israel, pidiendo alojamiento y comida a cambio de dar clase “de lo que queráis”. Le pusieron a prueba y dio una lección sobre el Talmud en la que corrigió algunos fallos tipográficos de los Tosafot. La audiencia se quedó atónita. Como todos los que le conocieron. Parecía saberlo todo, y haber llegado a ese conocimiento “de corazón”, más allá de toda enseñanza formal. En lo que también coinciden todos los que se cruzaron con él, era en su obsesión por ocultar su pasado. En las sinagogas se negaba a subir a la Torah por no ser llamado por su verdadero nombre. Y había desarrollado además una extraña obsesión con la comida; no quería que nadie se acercara a sus alimentos y evitaba comer en público.


Elie Wiesel intentó desvelar su verdadera identidad y encontrar el hecho traumático por el que Susaní parecía querer, por todos los medios, ocultar su pasado. Pero fue su último alumno, Shalom Rosenberg (más tarde profesor de la Universidad Hebrea) que lo conoció cuando Susaní vivía en Montevideo y él en Buenos Aires, el más sólido defensor de un nombre: Hillel Perlmann. Según Rosenberg, Abraham Isaac HaCohen Kook, padre del sionismo religioso, lo menciona en dos ocasiones como alumno suyo en 1915 y le pide a Rabí Meir Bar-Ilan, que en ese momento vive en los Estados Unidos y será su sucesor, que lo aloje con él. Según Rosenberg, Perlmann, o Susaní, le contó que había estudiado con Kook dos años en Palestina.

Rabí Kook (1864-1935), primer Gran Rabino Askenaz del Hogar Nacional Judío y fundador del movimiento sionista religioso Mizrahi. Según Shalom Ronsenberg, de la Universidad Hebrea, Susaní fue alumno suyo durante dos años, en Palestina.


¿Qué tenían en común muchos de aquellos hombres, y mujeres, que se cruzaron con Susaní? Haberse encontrado antes con Martin Heidegger (1889-1976), uno de los pensadores más audaces del siglo XX y uno de los pocos pioneros en más de 25 siglos de filosofía entendida como tal, como una disciplina que hunde sus raíces y se reconoce en el pensamiento clásico griego. Digamos que Heidegger se encontró en los años 20 con la misma barrera con la que se habían encontrado muchos antes que él, como Maimónides: Aristóteles. La Física o la Medicina pudieron convertirse en lo que son, ciencias, cuando precisamente se despegaron del pensamiento clásico y, como decía Galileo, “dejaron de leer la realidad en este o aquel libro de Aristóteles para leer en el libro del mundo”. Cuando la observación y el análisis de la realidad sustituyeron a las elucubraciones filosóficas. Pero ni los avances tecnológicos, ni el mayor conocimiento del Universo y la materia del que disponemos hoy han podido superar los límites de la lógica tal y como Aristóteles la describió en un conjunto de obras que han sobrevivido bajo el nombre de “Organón”, Tratados de Lógica. El modo en que ordenamos el pensamiento hoy es el mismo de la época de Aristóteles y, podríamos decir, el mismo desde que el hombre es hombre. Como expresaba otro de los grandes filósofos del siglo XX, Ludwig Wittgenstein, “la lógica no es una teoría, sino una figura especular del mundo”. Y el mecanismo lógico que utilizamos para comparar la belleza de dos mujeres en la calle es el mismo con el que un científico compara dos datos. Llegamos a una conclusión después de derivar un juicio a partir de otros dos. Aristóteles fue el primero capaz de analizar la lógica y el primero con toparse con sus límites: no es posible probar los últimos fundamentos de la prueba; no es posible explicar las causas últimas de la explicación. Digamos que no le damos demasiadas vueltas a algunas cosas, porque al hacerlo, descubrimos que en el corazón de nuestra lógica hay algo profundamente irracional o, más exactamente, supra-racional. La lógica aristotélica, como disciplina de estudio de cómo pensar de forma correcta e incorrecta, nunca fue superada. Simplemente, quedó arrinconada, y algunos de sus términos se han convertido en palabras comunes en todos los idiomas (axioma, hipótesis…). En el siglo XX, Martin Heidegger la desenterró para recordar que Aristóteles seguía ahí, como una asignatura pendiente.

Martin Heidegger (1889-1976). La ineluduble bestia negra del pensamiento europeo del siglo XX.

Aristóteles insistía en que la filosofía, como disciplina científica, debía estudiar “los muchos significados de la palabra ser, no como cantidad ni como movimiento, ni bajo ningún otro aspecto, sino justa y solamente en cuanto a ser”. Heidegger retoma la cuestión y se pregunta. ¿Tiene algún sentido preguntarse por lo que “es” algo? “Reiterar la pregunta que interroga por el ser quiere decir, por ende, esto; desarrollar de una buena vez y de una manera suficiente la pregunta misma”. En un libro complejísimo que tituló “El Ser y el Tiempo” (1927), Heidegger no sólo desarrolla la pregunta, sino que avanza algunas de las conclusiones. La primera, que algunas de nuestras preguntas por el “ser” son, simple y llanamente, absurdas. Por ejemplo “¿Qué es el tiempo?”, es una pregunta absurda porque es afirmar que el tiempo es un “ser”, cuando no lo es. En segundo lugar, que la mayoría de nuestros problemas filosóficos no tienen nada que ver con las ideas, sino con las palabras que utilizamos para expresarlas. Y, en tercer lugar, llega a la conclusión de que el ser humano sólo tiene conciencia cierta de una cosa: su muerte. Y que en ese tiempo de descuento que es la vida, es la angustia de la muerte lo que produce nuestras emociones y nuestro sentido del tiempo. Descartes, enfrentado al mismo problema, había llegado a la conclusión del legendario “Cogito ergo sum”, “pienso, luego soy”. Heidegger dice que es un planteamiento absurdo porque el hombre no vive en una caja, aislado de los demás, sino todo lo contrario, vive en relación con otros. Y el elemento en común es esa “conciencia de muerte”. Algo así como “soy, luego moriré”. Por eso, entre otras cosas, a Heidegger se le considera el padre del existencialismo. Pero su impacto en el pensamiento moderno va mucho más allá y algunas de las ideas de aquel libro se han transformado en nuevas disciplinas o escuelas – como los existencialistas, los de-construccionistas- que han desarrollado algunas de sus intuiciones de forma más explícita. Pero, de alguna manera, se puede decir que Heidegger insufló un hálito de muerte en el pensamiento europeo. Y resulta muy simbólico que fueran precisamente un conjunto de pensadores judíos los que, sin dejar de reconocer a Heidegger “una deuda que se le reconoce, en ocasiones, a disgusto”, se lanzan a la operación contraria, a proclamar la vida.

Levinas había sido alumno de Heidegger, en Friburgo, a finales de los años 20, en la época en que se decía que Susaní estaba en Marruecos y ya vivía como un mendigo, en busca de alumnos de ciudad en ciudad. Una de las razones que llevaron a Heidegger a Friburgo fue la de ocultar su romance con una joven estudiante judía de 18 años llamada Hanna Arendt. Él tenía 35 y era padre de familia. Y fue precisamente en Friburgo, en el año 1933 donde Heidegger se afilió al Partido Nacional Socialista Alemán y leyó un discurso en su toma de posesión como rector en el que habla con abierta admiración y simpatía a los nuevos gobernantes. Tanto para Arendt como para Levinas, además de una decisión difícil de entender, se transformó en la muerte de un ídolo. Arendt tuvo relación con él – epistolar – hasta el final de su vida y las cartas pueden leerse en castellano en una edición fabulosa. En cuanto a Levinas, se distanció de él definitivamente y, sobre todo, contra-atacó desde la filosofía para romper el cerco del existencialismo. Nunca más un ser para la muerte sino un ser para el Otro, para los demás. ¿En qué medida el misterioso señor Susaní contribuyó en el pensamiento de Levinas? Tal vez sea una de esas preguntas que no se pueden hacer, que resultan absurdas. Pero podría decirse que de alguna manera se re-conocieron como interlocutores posibles para establecer un diálogo. El que sea, tal vez, el elemento común en la filosofía judía del siglo XX, el concepto de diálogo. Resulta muy significativo que ante la disolución de la realidad a la que lleva la filosofía en el siglo XX, el diálogo con el otro ha sido la conclusión a la que han llegado diferentes autores judíos, desde escuelas y tradiciones diferentes. Es la base de la filosofía de Martin Buber, por ejemplo, también profesor en Alemania, luego expulsado tras el ascenso de los nazis en 1933. Y cabría preguntarse; ¿por qué? ¿de dónde viene esta idea del diálogo con el otro como camino para superar las paradojas de la lógica y saltar desde la filosofía por encima de los callejones sin salida de la filosofía? ¿Hay algo netamente judío en esta respuesta, una seña de identidad de un pensamiento filosófico ajeno al pensamiento clásico griego pero que dialoga con él de tanto en cuando?

Martin Buber (1878-1965). Diferentes caminos, mismas conclusiones. El diálogo y la conciencia del Otro como respuesta judía a las paradojas irresolubles de la filosofía.

Fue el mismo Aristóteles el que apuntó directamente hacia el asunto del lenguaje. Las palabras no son ni verdaderas, ni falsas. Son las formas en las que enlazamos y relacionamos los conceptos lo que puede ser o no correctos. En el siglo XX no sólo Heidegger, sino una larga lista de pensadores y científicos exploraron como nunca antes se había hecho en el pensamiento occidental el lenguaje, con un efecto muy parecido al que logra un niño cuando repite una y otra vez una misma palabra: pierde sentido, se hace paradoja. Deja de comunicar para convertirse en su opuesto, ruido, deformación, no información. Wittgenstein lo llamaba “el gran espejo”. Nuestra lógica, expresada en nuestro lenguaje, no nos muestra el mundo, sino la imagen del mundo que nosotros mismos tenemos, la que proyectamos. Deberíamos ser capaces de estar al otro lado del espejo para poder contemplar la realidad tal cual es. Pero el espejo no se puede atravesar. Sólo puede romperse y quedar después a la intemperie.

Para continuar con la analogía de Wittgenstein, se podría decir que el pensamiento judío no descubrió nunca ese espejo; sino que opero a partir de su existencia, o más bien, de sus existencias. Porque no se trataría de un espejo, sino de varios, superpuestos en capas, reflejándose los unos en los otros. Lo que queda fuera del espejo se denomina Azmut, lo inmanifestable. El gran descubrimiento de Heidegger, que la metafísica confunde el ser y el ente, es el punto de partida del pensamiento judío tradicional, no la conclusión. Heidegger llamó a la disciplina que trata de investigar el sentido desde la supresión de esa confusión “ontología”, para diferenciarla de la Metafísica. En el pensamiento judío no tiene nombre, porque más que una idea o una corriente de pensamiento, es una parte constitutiva de su esencia, de su forma de operar.

Cuando, por ejemplo, Maimónides tuvo que enfrentarse a Aristóteles, publicó “Maqala fi sinaát al-mantiq”, Tratado del Arte de la Lógica, en árabe y probablemente en Al-Andalus, antes de marcharse a Fez, con apenas veinte años. Esta temprana obra de RamBam es además la única en la que no aparece ninguna mención a la Torah o el Talmud. Es un trabajo puramente científico, en el que el término se entiende como lo entendía Aristóteles: que sólo hay ciencia de lo general. Y allí expresa claramente la idea de capas, de diferentes niveles de lenguaje y, por lo tanto, de verdad. Le metafísica, como tal, ha sido una disciplina ajena al mundo judío y es precisamente Maimónides el que se ve en la tarea de expresar en términos “metafísicos” algunos de los principios del pensamiento judío cuando la filosofía irrumpe en Al-Andalus con tanta fuerza que muchos judíos, y muchos musulmanes, encuentran en la filosofía una nueva religión, sustitutiva. El impacto de aquellas ideas sólo puede entenderse en comparación con el que tuvo Heidegger en el siglo XX. Para aquellos “perplejos” escribió Maimónides su “Guía de los Perplejos”, un libro que hasta hoy sigue siendo inclasificable y en el que parece esconderse más de lo que se rebela. Donde se reconoce y se admira a Aristóteles como hace Levina con Heidegger, para refutarlo desde el “sí, pero… no”. De alguna manera, Levinas se convierte en un sucesor, tal vez involuntario, del “desafío de Maimónides”, para llegar a las mismas conclusiones por otro camino, dándole otros nombres. Y no sólo Levinas.

Maimónides (1135-1204): vuelta a la pregunta. Aristóteles y los límites de la lógica.


Como recordaba Rabí Haim David Zukerwar (Z’’L), “en hebreo sintaxis y semántica están unidos”. La forma en que se ordenan las letras y las palabras no sólo nos da todo su sentido, sino que establece la relación entre dos términos. Por ejemplo, “nega” (plaga) y “oneg” (placer) se forman con las mismas letras, pero en orden inverso. Como si le quitamos una letra a la palabra “emet” (verdad) obtenemos la palabra “met”, muerte. Cuando el matemático y filósofo Gottlob Frege (1848-1925) inicia sus conferencias sobre semántica (que marcaron profundamente a Wittgenstein, Russel y Husserl y, por extensión, a todos sus seguidores incluyendo Heidegger y Levinas) habla de “Función y Concepto”, su explicación resulta totalmente innecesaria para alguien familiarizado con la guematría o con las 13 Reglas de la Interpretación de la Torah de Rabí Ismael, ese mini-tratado de lógica judía que aparece en algunos libros de oraciones en el servicio de la mañana, en shajarit. A partir de los trabajos de Frege se podría decir que el hebreo tiene una lógica “funcional”, semejante a las funciones matemáticas. Pero en realidad esa lógica interna del idioma hebreo está presente antes de que apareciera el concepto mismo de función. Como el diálogo es un atributo inherente al Talmud.

Una de las acepciones del término “teshuva” es “volver a la pregunta” y, de alguna manera, tanto el pensamiento “a la griega” como el pensamiento judío “volvieron a la respuesta” a principios del siglo XX. Martin Heidegger “vuelve a la pregunta” sobre el “ser”, que es una pregunta sobre Dios y la idea de Dios, y su respuesta es “conciencia de muerte”, de letra impresa. Rompe el espejo del que hablaba Wittgenstein para mostrar un vacío aterrador. Susaní, el extraño y enigmático Susaní, pone delante de Levinas y otros pensadores judíos no ya un texto concreto, el Talmud, sino una actitud el diálogo, que es acción, conciencia y responsabilidad por el otro. Que no es “vida”, sino “vidas”. Un plural sin singular.

1 comentario:

Pirata Jenny dijo...

Interesantísimo. Un tema complicado excelentemente resumido. Toda raba.