15.9.08

Irit Green


Irit Green Saldran
(Haifa, Israel, 1952)

Para Irit, historias como la de los Blanco, de pervivencia de vestigios judíos en España, no resulta sorprendente. “Es indudable que España tiene raíces judías”.

Americo Castro y Claudio Sánchez Albornoz tuvieron un encendido debate sobre el tema. Para Castro, no existe “lo español” sin entender “lo judío, lo musulmán y lo cristiano”. O, en otras palabras, la imposibilidad de resolver ese equilibrio entre las tres culturas es la que da lugar a la conflictiva y particular forma de lo español. Mientras que para Sánchez-Albornoz, la esencia de la identidad de lo español descansa en lo romano y lo godo; judíos y musulmanes fueron migraciones, más o menos largas. Lo curioso de aquel debate tan agrio es que tuvo lugar en el exilio; los dos miraban a una España que estaba en la distancia. Que fue la mirada de Irit sobre España, la Sefarad en la distancia, la del poema de Juda Ha-Levi. “Mi alma está en Oriente/Y yo en los confines de Occidente”(לבי במזרח ואנוכי בסוף מערב).

Una de las abuelas de Irit tiene el dudoso honor de estar en una foto histórica; la de los judíos limpiando la calle de Viena poco después de la anexión de Austria por parte de Alemania. Salvo una bisabuela de apellido Hillel, sefardí, el resto de sus ancestros provienen de Centroeuropa. Pero ella ya nació israelí. “En todas partes no quieren que seamos judíos – decía su padre – ahora estamos en nuestro país, y podemos serlo. Vamos a serlo”. Su educación fue más tradicional que religiosa, y desde sus primeros años Sefarad, la España judía y de los judíos donde se había producido la Edad de Oro, ejercían sobre ella una verdadera fascinación. En España, además, encontró a su marido.

Radio Sefarad es uno de los canales principales por los que pone en público el resultado de sus investigaciones y donde recibe muchas consultas, de personas curiosas por el origen de su apellido, o por una vinculación judía en alguna rama de su árbol genealógico. Ha buscar ese “algo” alrededor de lo judío que hay en España, que oscila entre la entusiasta devoción y la marcada aversión. Pero nunca deja en la indiferencia.

Leah Bendahan

Leah Blanco Bendahan
(Santonia Caritaria, Santander, España, 1961)

La paradoja de Leah Blanco es que su Judaísmo le pasó a través de su padre, lo que de alguna manera la colocó en una situación de tierra de nadie. “Judía” para los no-judios, y no-judía para los judíos, puesto que es la madre la que de acuerdo a la Halajá, transmite la condición a los hijos. Eso, o un proceso de conversión, que en el caso del Judaísmo, como religión no proselitista, es complejo y puede llevar años. Y el primero que tuvo que pasar por él fue, su mismo padre.

La familia Blanco es un ejemplo de esos extraños casos de pervivencia judía en España tras la expulsión de 1492. Esas familias descendientes de los judíos que se convirtieron al cristianismo para evitar marcharse de España y que mantuvieron, de algún modo, prácticas relacionadas con el Judaísmo, aunque en algunas ocasiones ni siquiera recordaran por qué. En el caso de los Blanco estaba la costumbre de no bautizar a sus hijos y de poner a los nietos el nombre de los abuelos fallecidos. Había más rastros como ese en su familia, pero fue en el transcurso de un viaje a Nueva York, a un congreso mundial de peluquería, donde su padre, de alguna manera, se encontró de sopetón con alguna causa. Llevaba barba, sombrero, se llamaba Isaac y se apellidaba Blanco. Los judíos asumieron que era judío y le invitaron a una cena de Shabat. Y en el transcurso de la cena, cuando le invitaron a hacer la bendición del vino, rompió a llorar. Ese proceso de conversión fue uno de los desencadenantes del divorcio de su mujer. Sus hijos, de forma progresiva, fueron tomando el mismo camino. ¿Por qué?

“No podía entender la vida de otra manera – dice Leah – para mi era todo”. La primera vez que pensó en convertirse fue a los 13 años y lo registró en un diario. El proceso en sí llevó 18 años y cuando por fin tuvo lugar, ya tenía dos hijas. Ser judía era su objetivo, todo. Tras la conversión se casó con un hombre que había sido uno de sus profesores en la preparación, Rab. Moshé Bendahan (homónimo del Rab de la Sinagoga de Balmes). Tuvieron una hija más, que ya no requirió de pasar por ningún proceso, y forman una familia religiosa entusiasta que es el alma de un pequeño oratorio, Jasdé Leah, que agrupa a un buen número de jóvenes de judíos madrileños.

Ana Bensadon


Ana Benarroch Bensadon
(Tánger, Marruecos, 1943)

En los años que transcurren entre la Segunda Guerra Mundial, 1945, y la Independencia de Marruecos, 1956, Tánger es una ciudad bajo administración internacional en la que se dan cita personas de todo el mundo, en un confuso flujo de refugiados, artistas, ricos y famosos. Pero Ana nació allí. Su familia desciende directamente de los judíos sefardíes expulsados en 1492 de España, que permanecieron en el Norte de África durante prácticamente cinco siglos. Muy pronto perdió a su madre y tuvo que ocuparse, a marchas forzadas, de reemplazarla en el cuidado de sus hermanos. Se casó también, muy joven y se trasladó a Madrid en 1967, donde ya vivía su marido, también originario de Tánger.

Su llegada a Madrid fue, en sus palabras “un shock”. De una gran comunidad judía asentada durante siglos en un mismo lugar, con sus propias instituciones, a un Madrid sin apenas judíos en el que no había un lugar en el que reunirse. De un entorno religioso, observante de la kashrut de los alimentos, a un entorno laico donde si quiera había la posibilidad de conseguir ciertos productos kasher. En otras palabras, de un lugar en el que era fácil ser judío, a otro en que había que esforzarse y querer serlo. La respuesta de Ana fue trabajar activamente para preservar la tradición.

Pero la palabra “tradición” en Ana es en realidad la etiqueta de dos grandes amores. La primera por su tía Esther, la mujer que se convirtió en su segunda madre y que, junto a su abuela, fue quien realmente la ayudó a salir adelante en el cuidado de sus hermanos. Para Ana, su tía era un ídolo y un modelo. Esther había fomentado la construcción de un orfanato para niños y, entre una de las muchas iniciativas que llevó adelante a lo largo de su vida, hizo revivir la ceremonia de la Berberisca. Una ceremonia de los sefardíes de Marruecos en las que las dos familias y los amigos se reúnen, antes de la boda, en una gran fiesta donde todo el mundo le canta a la novia y la cubre de piropos. Una de las piezas centrales de la ceremonia es el traje de la novia, que usara sólo para esa ceremonia. Es un traje tradicional, en que todos los elementos están plagados de simbolismos. Ana era la ayudante de su tía mientra vestía a las novias, en Tánger. Ana recogió el testigo en España y desde hace cuatro décadas, ha vestido para su fiesta a varias generaciones de novias.

El segundo amor, es la cocina. Entendida casi como una ceremonia; un acto que se convierte en un símbolo, que renueva el compromiso con cosas esenciales que no se pueden ver, ni oír. Ana ha recopilado recetas de la cocina tradicional sefardí a partir de los libros de su tía, de su abuela, de investigación y estudio. La pequeña parte visible de este esfuerzo está al alcance de cualquiera, en forma de libro: “Dulce lo vivas: repostería sefardí”. Se pueden encontrar allí recetas conocidas y desconocidas, galletas de ajonjolí, jarabillos de Shavuot o la tarta de almendra de Tita Hortensia. El libro tuvo un sorprendente éxito, incluso fuera de España, pese a que no está traducido a otra lengua.

“Gratamente he sido sorprendida – dice Ana – Porque las jóvenes cuando cogen una receta, no se ponen a hacerla inmediatamente. Llaman a su madre y le preguntan: “Oye, tú. ¿Tú cómo lo haces? ¿Me puede dar tu receta?”. Hemos conseguido que la chica joven mantenga una relación con su madre. Lo va a comparar con mi libro y luego lo va a hacer. Hemos conseguido un montón de cosas. Y ese libro va a perdurar, de madre, a hija”.

Eva Benatar

Eva Laitman Bohrer Benatar.
(Budapest, Hungría, 1944)

Nació en medio de un bombardeo aliado sobre Budapest. Sufrió desnutrición por causa de la guerra y sus recuerdos de Tánger no tienen el color que tuvieron para su madre. Rememora aquel tiempo antes de llegar a España como un momento extraño, que resume con una frase: “me recuerdo siempre subida en un árbol”.

Fue la primera de la familia en adquirir la nacionalidad española. Los Bohrer erán apátridas. En sus documentos españoles, había un sello negro que decía: “el portador de este documento no es protegido de España”. Mientras Eva estudiaba en Suiza, en una de esas coincidencias que tanto acompañaron la vida de su madre, un compañero de estudios se sorprendió de que no fuera española. Vivía en Madrid, hablaba español. “¿Cómo tú no vas a ser española con esa sonrisa tan española que tienes?”. Después del piropo le preguntó, en tono enigmático, si estaría en Madrid durante las vacaciones, y le pidió su número de teléfono. Y, en efecto, la llamó en Madrid para decirle dónde tenía que ir para rellenar “unos papeles”. Al inicio del nuevo curso, Eva ya era ciudadana española. Tras ella, vinieron el resto de los Bohrer. Pero el hecho de haber sido durante tanto tiempo apátrida “despertaron en mi la necesidad de encontrar mis raíces”.
Se casó en Francia, con un sefardí, y formó con él una familia, los Benatar, en la que se funden lo sefardí, y lo askenazí, lo francés y lo húngaro; lo marroquí y lo español. Trabajaron y vivieron en Francia y luego pasaron 12 años en Venezuela, y, cuenta Eva, que en todas partes deseó asentarse. En Francia no estaban en relación con ningún tipo de Comunidad judía. En Venezuela, sí llevaron a cabo una vida más judía, y Eva recuerda con cariño a sus amigos de entonces, y los buenos momentos. Pero “el país se iba degradando continuamente. Yo sentí que eso no era mi país y que tenia que volver, por lo menos, a Europa.”

Volvieron a Madrid. Y con sus hijos ya casados, con los primeros nietos y al final de su carrera profesional, Eva empezó a involucrarse en organizaciones femeninas judías primero, y luego, en la actual directiva de la Comunidad Judía de Madrid, en la que es Vice-Presidenta. “Yo había recibido mucho del Judaísmo y de mis raíces judías, que eran abstractas. Tuve la necesidad de acercarme a mi Comunidad porque así lo sentí, como algo congénito. Algo que me pertenecía. Y en esa comunidad estaban esas raíces, en esa comunidad y en mi. Pero no realmente en ningún país material”.

Casi sin querer Eva repite una frase de Melville; “no estaban en ningún mapa, los verdaderos lugares, nunca lo están”.

Kathy Bohrer



Katy Bohrer (Budapest, 1920 – Madrid, 2007)

Este es, sobre todo, el recuerdo de una entrevista. “Es mejor que empieza mi historia antes de nacer” - fue lo primero que dijo. Sus padres habían escapado de un progrom y habían ido a parar a Budapest, poco antes de que ella naciera. Recordaba su infancia como un momento feliz, y se casó muy joven. Pero con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, las condiciones de vida de los judíos de Budapest (que formaba en aquel entonces una tercera parte de la de la ciudad) se endurecieron enormemente. En el año 1944, los alemanes toman la administración directa de Hungría e inician a marchas forzadas la deportación de los judíos, especialmente en dirección a Auschwitz. Con un niño y una niña recién nacida, y su marido en un campo de trabajo, encuentra refugio en una de las Casas Seguras que el diplomático español Ángel Sanz Briz instaló en Budapest y gracias a la que se salvaron más de 5.000 judíos. Tras la llegada de los comunistas, Kathy cruza la frontera ilegalmente con toda su familia y logra llegar a Praga, donde les espera una documentación con la que llegar a Tánger. Kathy viene a España antes de la Independencia de Marruecos, en un momento en que resume como “cuando rompieron los escaparates de la Galería Lafayete dije, “Kathy, de aquí falta salir”.

Pero su relato no es un relato de fechas detalladas, sino de una vida vivida en etapas. Budapest, Tánger, “donde viví los mejores años de mi vida” y, finalmente Madrid, “que me encantó desde el primer momento”. Kathy no habla a lo largo de esa entrevista de una historia, sino de historias, de momentos, de las personas que fueron pasando por su mesa y entre las que jamás hizo ninguna distinción, ni, hasta la fecha, hay quien pueda recordar una ocasión en la que hablara mal de alguien.

Desde su llegada a España, ella y su marido fueron muy activos en ese grupo embrionario que se iba formando entre los judíos que iban llegando, sobre todo, desde Marruecos. Ese momento en el que no había ni un lugar en el que reunirse, ni una ley clara que permitiera a los judíos asociarse. La Comunidad Judía de Madrid les concedió a los Bohrer su primera Medalla de Oro en reconocimiento a medio siglo en, con y para la Comunidad. Pero al mismo tiempo, en ese medio siglo, Kathy fue testigo de la transformación radical del país. Y, en una mezcla de casualidades y coincidencias, cruzaron a Kathy en el camino de todo tipo de personalidades en la historia contemporánea de España. Cruzó Francia, rumbo a la frontera española, en el mismo vagón que el filólogo e historiador Ramón Menéndez Pidal, con el que enseguida inició una conversación, en alemán. Años más tarde, cuando volvieron a encontrarse y ya Kathy hablaba español, el venerable académico le expresó su admiración por su capacidad de inventar nuevas palabras en castellano. Como él, fueron muchos políticos, artistas y otras personalidades los que se vieron alrededor de la mesa de Kathy, o contaron con Kathy entre sus invitados. Y, con todo el respeto, al contemplar su album fotográfico, se podría hacer aquel chiste de : “¿Quién es ese que está al lado de Kathy?”. “¿El alto?”. “Sí; es el Rey de España. Lo conoció en Tánger”.

Cuando se siguen los rastros de sus actividades, plato de comida en mano, se da uno cuenta de algo que ella jamás diría, porque, como del amor, no se habla, se siente. Fue, como lo aún lo es su marido, una incansable devota de la convivencia y el respeto, de la comprensión y del conocimiento, en acción, no en palabras. Su multitudinario entierro fue una muestra de respeto a alguien que eligió la vida.